3.4 Ensayo


La idea del progreso en Andrés Bello
The idea of progress in Andrés Bello


Marco Aurelio Ramírez Vivas
Departamento de Literatura Hispanoamericana y Venezolana
Escuela de Letras, Facultad de Humanidades y Educación, Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela
marcoaureliorv@yahoo.com


Resumen
El progreso agrícola que preconiza Bello sólo lo alcanzará un hombre americano virtuoso. En el campo vive la libertad, la virtud y la felicidad perdurable. Bello piensa que sin paz el progreso es irrealizable. Otro ingrediente para el progreso americano es la libertad política, civil y económica. El progreso incide en la riqueza material, pero usada con criterio moral para el bien social e individual. Según Bello, conforma una propuesta de desarrollo bastante compleja en el que poesía, ciencia, amor patrio, moral, economía, religión, política y sociedad son interdependientes.

Palabras clave: Andrés Bello, progreso en el siglo XIX, historia crítica.


Abstract
The agricultural progress proposed by Andrés Bello will be attained only by a virtuous American man. Freedom, virtue and sustainable happiness live in the countryside. Bello believes that progress is unattainable without peace. Another key element for the American progress is political, civil and economic freedom. Progress influences material richness, but this must be employed with a moral criterion for both the social and the individual good. According to Bello, progress takes part in a rather complex development proposal, in which poetry, science, love for the homeland, morals, economy, religion, politics, and society are interdependent.

Keywords: Andrés Bello, progress in the 19th century, critical history. Recibido: 1-9-2008 / Revisado: 20-2-2009

Corría el año de 1545 cuando Juan de Carvajal decapita a Felipe de Utre, el último gobernador de los Welser, en las adyacencias del Tocuyo. Ejecución que marca el final de la búsqueda frenética del oro, de la plata y de las piedras preciosas en el Reino de los Omeguas, cuya locación imaginaria en la Provincia de Venezuela la selló en un secreto inexpugnable la muerte del joven alemán; al que Francisco Herrera Luque inmortalizó en la La Luna de Fausto. La actividad áureo-argentífera en la Tierra Firme pasó rápidamente al olvido, quedando sólo de recuerdo, con agria nostalgia, el nombre mágico de El Dorado. El Tocuyo, años después del ajusticiamiento de Utre, José de Oviedo y Baños lo describe en su Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela (1723) bajo esa mirada agropecuaria que suplió la visión mercantil de los primeros regentes españoles:

Tiene su asiento esta ciudad en un hermoso valle, a quien da el nombre el río Tocuyo, que lo fecunda siempre con sus aguas cristalinas, delgadas y gustosas; su temperamento es templado, aunque más toca en cálido, que en frío; su comarca abundante y su terreno fértil; produce, mucho trigo, algodón, azúcar, maíz y otras semillas; cógense muchas frutas, así criollas como extranjeras, y en particular ricas manzanas y muy fragantes rosas; sus pastos son muy adecuados para ganado cabrío, en que es imponderable el multiplico…

Nacía entonces, bajo la espada de Carvajal, el proyecto agrícola y pecuario de la Venezuela mantuana: rica en cacao, caña de azúcar, añil, algodón, maderas y en ganado. Los restos de Utre, perdidos en el valle tocuyano, sirvieron, paradójicamente, de simiente a la agricultura y ganadería, nueva fuente de riqueza de una tierra pobre en metales y en piedras preciosas, que Colón hizo famosa por sus perlas de filigrana.

Corría el siglo XVIII, la decadencia del mercantilismo era una realidad ineludible, los piratas dejaron de surcar los mares en pos de galeones españoles, repletos de oro y plata. Las minas andinas del Potosí y de México (la Nueva España) tampoco proveían metales preciosos. La provincia de Venezuela pasa a un primer plano ante la Corona por su copiosa producción cacaotera. Se establece la Compañía Guipuzcoana en estos predios, iniciándose un intercambio comercial de rubros agrícolas entre Venezuela y la Península nunca antes visto, bajo el monopolio hispano y el contrabando holandés. José Luis Cisneros, quizá un empleado de la Compañía, cuenta, en su Descripción exacta de la Provincia de Venezuela (1764), el potencial agrícola, ganadero y minero de esta tierra de fértiles campos. Decae la Compañía y el deseo del libre comercio campea por los mares de América en el ocaso del siglo XVIII. Es entonces cuando, en el primer decenio del siglo XIX, la pluma de un joven caraqueño delinea una vez más los deseos de prosperidad de esta región, marcada ya por una vocación agraria promisoria.

Andrés Bello, en el soneto Mis deseos (1799-1800¿?), ensalza lo fecundo de las tierras de Aragua, pródiga en frutos: lugar ameno para vivir y morir en paz. La visión agraria ha echado sus raíces en el novel poeta. En la oda A la vacuna (1803), canta con alborozo la salud que trajo para los pueblos de Tierra Firme la vacuna antivariólica: sin sanidad social, subyace como mensaje en ese poema, es inviable el progreso. Sin embargo, Bello aún no habla, en los albores del siglo decimonono, de la agricultura como causa, razón y norte del progreso. Será el Resumen de la Historia de Venezuela (1810) donde diserta por primera vez sobre el tema: la «regeneración civil de Venezuela», según sus palabras, se inicia a finales del siglo XVIII cuando «pacificados sus habitantes» y catequizados, y malogradas las «minas», la Provincia se encaminó a la agricultura. España, dice Bello, consciente de que la Provincia de Venezuela carecía de metales y piedras preciosas, se propuso fomentar su industria agraria; cuyo rubro estrella: el cacao, –además de otros rubros–, era codiciado por los mercados de Europa y de regiones americanas:

…La Europa sabe por primera vez que en Venezuela hay algo más que cacao, cuando ve llegar cargados los bajeles de la Compañía, de cacao, de añil, de cueros, de dividivi, de bálsamos, y de otras preciosas curiosidades que ofrecía este país, a la industria, a los placeres, y a la medicina del antiguo mundo…

La agricultura, expone el polígrafo, hizo que prosperaran los pueblos de Aragua y regiones aledañas, abrió muchos caminos rurales, ganó tierras para el cultivo, legalizó la propiedad del territorio agrario, fomentó las alcabalas, y Puerto Cabello se convirtió en la plataforma para exportar. Allí levaban anclas los barcos repletos de productos agrícolas. Sin embargo, ese proyecto agrario, para tener éxito, suponía también la libertad económica y el acceso libre a mercados, a lo que se opuso la Compañía Guipuzcoana. La decadencia de la Guipuzcoana llevó a crear la Intendencia de Caracas que, con el decreto de libre comercio de 1788, permitió a la Capitanía General comerciar con las Antillas y con otros mercados europeos. La producción agropecuaria venezolana, reforzada con el cultivo del café en los valles de Caracas y de Aragua, trajo como consecuencia el ensanche agrario de la tierra y la multiplicación de sus propietarios. El algodón y café engrosaron los rubros exportables. La Capitanía General, con una conciencia agrícola cada vez mayor, normó la propiedad de la tierra, adoptó una postura antimercantil, organizó el comercio, fomentó el cultivo del cacao, desarrolló sus pueblos rurales, abrió nuevos mercados, adecuó las instituciones a la nueva realidad agraria, conquistó terreno en el libre comercio, incorporó nuevos espacios para la agricultura y construyó puertos, aduanas y caminos. El progreso como sinónimo de la prosperidad económica deja entrever las páginas del Resumen bellista, que se inserta en El prospecto para forasteros.

En Londres, 15 años después del Resumen, Andrés Bello publica la Alocución a la Poesía en la que, cual “Marón americano”, invita a la Poesía para venga a proclamar las bellezas inéditas de América. Pero es en La agricultura a la zona tórrida donde vuelve a exponer su idea sobre el progreso, más densa, enriquecida con los aditamentos de una realidad histórica novedosa. Ese progreso sigue teniendo como norte a la agricultura, cuyo rubro estelar sigue siendo el cacao. Sin embargo, la visión del proyecto de desarrollo se vuelve más sistemática y, por ende, más compleja. En su Silva más célebre, la mirada no es la del bucólico poeta de Mis deseos, sino la de un científico, como se lo enseñara Alejandro de Humboldt en sus paseos por el cerro de El Ávila. Y esa mirada gobernada por la ciencia hace tomar mayor conciencia al poeta caraqueño de la fecundidad sin par de la América del trópico, de su enorme potencial agrícola. Pero esa tierra fecunda demanda de sus habitantes un amor profundo por el suelo patrio. No es la explotación de la agricultura calculada por la mano fría de un agricultor ilustrado que sólo busca beneficios económicos, es el manejo del cultivo por quien se desvive por su terruño. Y ese componente científico-amoroso abre otro ámbito: lo ético del campo como medio idóneo para el cultivo de la virtud, y el rechazo de lo urbano como lugar propicio para la corrupción. Quienes lideren el proyecto agrícola en la América meridional no sólo serán diestros del arado y querendones del suelo, sino hombres virtuosos, honrados, sinceros, tenaces y trabajadores. Quienes viven presos en liviandades, inmoralidades y corrupción no podrán desarrollar las “jóvenes naciones” de América. Y si el campo es el territorio privilegiado de la virtud, la agricultura será la labor promisoria de sus campesinos, que sujetan el progreso con manos perseverantes, piden a la Providencia que detenga, con su poder omnipotente, el vendaval, la inundación, la sequía y las plagas que amenazan diezmar los sembradíos. La virtud alienta el progreso agrario, el vicio, en cambio, lo destruye. Detengámonos, para meditar una de las ideas cruciales del desarrollo bellista: el progreso no es sólo material, es, sobre todo, espiritual. Qué vamos a hacer en una sociedad harta de riquezas si éstas se usan para el desenfreno, la pillería y el despilfarro. Veámonos en el espejo de las naciones del primer mundo que tienen sus arcas rebosantes de dinero pero a un precio muy alto: a costa de miríadas de enfermos por droga, placer, soledad y desamor. La “triunfadora Roma” no es ésa: de emperadores corruptos, la levantó un poder honesto “que tostó el sol y encalleció el arado”. El progreso agrícola que preconiza Bello, sólo lo alcanzará un hombre americano virtuoso, no esclavo del vicio. La corrupción amenaza destruir la virtud del campesino, otrora soldado de la Emancipación, que debe volver al campo para labrarlo. Los “afortunados poseedores […] de la tierra hermosa” deben librarse de lujos, altos cargos, honores ruidosos y parasitismo, para optar por la herencia sencilla del campo. En el campo, proclama Bello, vive la libertad, la virtud, y la felicidad perdurable. El campo, continúa el poeta, es salud para el cuerpo, imprime hermosura al rostro y regala longevidad. Allí se aprende a amar, a ser cumplidor, recatado y modesto. Los “afortunados poseedores […] de la tierra hermosa” deben cerrar también “…las hondas / de la guerra”, para dar cabida a la paz. El progreso no se concretará en la división y en la pugna. La confrontación civil es impedimento para que el desarrollo sea realidad. La paz implica diálogo, pluralidad, tolerancia, respeto y solidaridad. Bello estaba claro: sin paz el progreso es también irrealizable. La guerra y las rivalidades asolan los campos, acaban con los cultivos. Desde Caín sabemos que la envidia y la pugna sólo traen miseria al campo. Por eso, la agricultura se concreta en tiempos de paz que convocan a la prosperidad. Otro ingrediente necesario para el progreso americano es la libertad política, civil y económica: las “jóvenes naciones” ya no viven bajo el yugo español, pueden agenciar soberanamente su propio desarrollo y comerciar en el mercado mundial. La ley, según Bello, también es indispensable para el progreso: el desarrollo no se logrará sin un orden jurídico y político respetado por todos los ciudadanos de una nación. Libertad y ley van de la mano para hacer prosperar una nación.
El progreso bellista, bajo un sano pragmatismo, pretende el bienestar económico para que las naciones de la América meridional tengan una mejor calidad de vida. El progreso incide en la riqueza material, pero usada con criterio moral para el bien social e individual. Bello soñó con países prósperos cuyos “almacenes” crujieran de productos agrícolas, que se exportarían a mercados americanos y europeos. Asimismo, entendía, como una traba para el progreso de los pueblos, la ambición para obtener el poder y el dinero. Por eso, el poeta exhorta al “Ciudadano soldado” a reverenciar su pasado bélico, pero dedicándose, de ahora en adelante, a cultivar el campo. El progreso bellista conforma una propuesta de desarrollo bastante compleja en el que poesía, ciencia, amor patrio, moral, economía, religión, política y sociedad son interdependientes. Hoy, evidentemente, desecharíamos del proyecto agrario de Bello el sistema esclavista sobre el que sustentó parte de sus propuestas. Pero las líneas maestras de su modelo deberían repensarse para proponer el proyecto de desarrollo de la Venezuela del Siglo XXI. El progreso bellista es como una pirámide bien ensamblada pero de objetos sueltos, si una de esas piezas desencaja, las demás se vienen abajo. El progreso es una suerte de urdido donde lo económico sólo es un componente, si bien importante, de un sistema más complejo y orgánico. ¡Cuán actual es este mensaje en la Venezuela de hoy que busca derroteros esperanzadores de progreso! En esta tierra donde unos, quizás debido a un síndrome en nuestro inconsciente colectivo, le tienen pavor al progreso; y otros, por el deseo de lucro fácil, anhelan una riqueza solamente material, obtenida sin mediar la moral y la justicia social. Quién hubiera pensado, que al rodar la cabeza del último gobernador de los Welser, su sangre irrigaría eficazmente, desde el Tocuyo, el sueño agropecuario que, como un fantasma sin conjura, aún pervive por toda Venezuela. Un sueño fisiocrático aun irrealizado que, según el historiador venezolano Ramón Rivas Aguilar, causa estragos en las conciencias de los líderes políticos, que sienten como un karma, una riqueza petrolera que llegó sin ser invitada, de improviso.


2008