3.1 Crónica

La biblioteca de la selva

The Library of the Jungle



José Alexander Bustamante

Universidad de Los Andes, Mérida Venezuela

alexanderbustamante72@gmail.com


Esta crónica relata la vivencia durante marzo y agosto del año 1995 en la selva y sabana amazónica de Venezuela de Yarikajé, al sur oeste del estado Bolívar, en las instalaciones de un proyecto comunitario impulsado por el hermano jesuita José María Korta, quien lo primero que organizaba en cada lugar donde desarrolló proyectos sociales era una Biblioteca.

En este relato haremos una semblanza de la biblioteca de Yarikajé, del proyecto Ecomunidad, donde la Churuata Biblioteca como espacio circular y milenario servía para el estudio y reunión durante las tardes; de reflexión en las noches, por sus libros, sus colecciones; como centro de conocimiento de un proyecto de formación de voluntarios para el trabajo social que reunía gente de todo el país, de todas clases sociales.

Palabras clave: bibliotecas, amazonas, voluntariado, indígenas.


The Library of the Jungle

This chronicle tells of the experience in Yarikajé, in the jungle and the grasslands of the Venezuelan Amazon at the southwest of the State of Bolívar, between the months of March and August of 1995. There, José María Korta, a Jesuit, promotes the creation of libraries at the facilities of each of the community projects he’s developed.

This tale is the sketch of the library of Yarikajé, from the project Ecomunidad, where the Churuata Library serves as circular and millenary place for study and evening gatherings; for reflection at night, with its books and collections. It further serves as a centre of knowledge of a project for the instruction of volunteers in social work assembling people of all social classes across the country.

Key words: Libraries, Amazon, Volunteer, Indigenous.


Las caras cansadas las iluminaba la luz del atardecer. Estábamos despiertos desde la madrugada. El viaje se había retrasado en Caicara del Orinoco. Por fin, casi al mediodía, salimos en un camión amarillo Toyota; el destino era Yarikajé, 180 kilómetros al frente, al sur. En minutos dejaríamos la vía principal que va de Puerto Ayacucho a Ciudad Bolívar, y desde esa perpendicularidad comenzábamos una ruta de curvas y luego onduladas rectas hasta llegar al final del asfalto, donde comenzaba la vieja vía en tierra que va a las minas de diamante de Guaniamo, la misma vía del abandonado proyecto La conquista del Sur, que pretendía conectar la selva amazónica con el resto del país, fundar pueblos como San Juan de Manapiare. Una cruzada por dominar lo inhabilitado. Intentando derrotar el último bastión de la civilización/ barbarie. Para suerte de la naturaleza el proyecto fracasó en esa región. Pudo concluirse en otras, como Santa Elena de Uairen en la Gran Sabana[1].

La postal era de una carretera amarilla, rumbo al último lugar del mundo, como si no fuera ningún país, como si a nadie le importara lo que allí pasara, con algunas casas de cuando en cuando, pensando en la paradoja del viaje que nos despide de un mundo y nos presenta otro. Era el primer encuentro con la selva, con los indígenas.

De esa vía a Manapiare apenas quedan los puentes a punto de caerse (o ya se cayeron), máquinas abandonas y una vía que hasta la entrada de Guaniamo es de regular a mala. De ahí en adelante es una aventura con riesgo, es el ingreso a sabanas y morichales y a los territorios del pueblo piaroa. Relataré parte de esta experiencia, consciente de estar más cerca a un imaginario que a una reflexión plena de la literatura y la vida.

II

Un año antes, en 1994, llegó a mis manos un pequeño, vivía en aquel entonces en la ciudad fronteriza de San Cristóbal. El contenido del volante invitaba a una experiencia de formación social en la selva; dentro de la llamativa propuesta, la biblioteca era una de sus áreas para el conocimiento, lo que despertó interés en mi experiencia de lector tardío.

Después de varios encuentros y un proceso de acercamiento y de convencerme a mí y luego a mi familia que no era una trampa para alguna secta protestante norteamericana tipo Nuevas Tribus, o que no fuera un centro subversivo en contra del gobierno de Caldera, o peor, parte de la guerrilla colombiana, me lancé a la aventura; claro, parecíamos más un ingenuo grupos de guerrilleros, que aprendices de voluntarios sociales.

El proyecto estaba organizado por el hermano jesuita José María Korta, fanático de la Real Sociedad de San Sebastián e impulsador en Venezuela de la teología de la liberación, pero todos le decíamos Ajishama, que en ye`kuana remite a un personaje mitológico de nombre: Garza Blanca, una garza que bajó del cielo. Así es él, flaco, blanco, como una garza blanca. Exigente, guerrillero y humano.

La llegada de noche fue directa a la biblioteca, la luz blanca, clara y limpia salía de la puerta, tenía un panel de energía solar, se veía todo: al centro, el palo central y un pequeño jardín con unas palmas tipo jardín del Edén. En la circularidad de las paredes, los estantes de madera cubrían casi todo el espacio. Viejos y torcidos pupitres, un pizarrón para tiza pintado en la pared, un escritorio gris, de aquellos que me recuerden oficinas públicas de los setenta, una máquina de escribir, no tan vieja (luego descubriría que tenía problemas en la tecla A y en la Ñ).

La churuata despuntaba desde la distancia con su lanza milenaria, apuntando al universo con su aguja central. Dentro, la biblioteca, tenía más de dos mil libros, pero era un espacio que servía al silencio, para la reflexión matutina, para quienes no preferían la naturaleza. En las tardes, para las horas de estudio en conjunto, hacíamos una pausa para tomar chocolate con casabe. En las noches para la evaluación de la jornada, la reflexión y la planificación diaria que se conformaba por tres ejes de convivencia: democracia, disciplina y amistad. La primera, para la vida en comunidad, la segunda, como una herramienta de la exigencia del ser y la tercera, desde el amor manifestado en sus diferentes versiones del universo, como la responsabilidad.

Las mañanas se dedicaban a trabajos de siembra, de construcción o de mantenimiento de algún área: conucos, gallinas, apicultura, el acueducto, alguna reparación. Era una manera de formación desde el trabajo físico, con sol, agotador. Al mediodía un baño al río. A la una, el almuerzo, y desde las tres en punto, a la biblioteca, al estudio. Era un programa sencillo, de reflexión y conversación a partir de algunas lecturas individuales y grupales.

Mi grupo entró en marzo del año 96. Del grupo anterior apenas quedaban cuatro de quince que se lanzaron a la aventura. Cada quien podía irse cuando quisiera, sin que eso se convirtiera en una derrota personal, como debería ser la educación.

El plan era muy sencillo: siete meses en Yarikajé, luego, pero dependiendo de muchos factores, se realizaban unas pasantías en comunidades rurales, indígenas o urbanas, casi todas con organizaciones de vínculo jesuita. La navidad con la familia y vuelta en enero para entregar al grupo siguiente en marzo y salir a buscar, a partir de la experiencia de vida, un lugar en el mundo.

Justo a nuestra llegada, las responsabilidades se distribuían. En esa transición grupal se elegía el nuevo cocinero, quien estaría una semana como asistente, allí aprendería todo lo esencial, a la semana siguiente sería el cocinero principal que tendría un asistente y así cada semana en un perfecto sistema de aprendizaje desde el relevo. En las áreas las responsabilidades se daban para todo el año, a mí me tocó ser el bibliotecario y el jefe del gallinero, notable binomio. Me remitiré sólo a la biblioteca.

III

La jornada cambiaba los sábados. Durante la mañana de ese día, se ordenaba la biblioteca, en especial de un trío de apureños 100% que la desordenaban, cada día abrían un libro diferente y lo ubicaban en un lugar distinto al de donde lo habían sacado. Los libros no tenían cota ni numeración, ese era mi trabajo, ir codificando. Pero de eso se trataba, de utilizarla; una biblioteca sin gente es un sin sentido, una biblioteca cerrada es un absurdo.

La circularidad de la churuata disponía una biblioteca que tenía en sus estantes enciclopedias como la Hispánica, casi toda la biblioteca Ayacucho, la colección azul grisácea Orbis de Alianza Editorial, libros de teología de la liberación, de autogestión indígena, de filosofía, la biblia, el Corán, muchos títulos de literatura latinoamericana y venezolana, de experiencias agrícolas y una particular colección de Las venas abiertas de América Latina en unos objetos de audio que se llamaban para la época casetes, que fueron el origen de los ahora novedosos audio libros.[2]

Y en esa biblioteca fueron apareciendo obras y autores, que no se si modelaron mi destino, pero acompañaron un proceso de vida, y es ahí donde la literatura nos lleva a decir ese lugar común de que los libros son una gran compañía, pero es que en la sabana de Yarikajé y en sus bosques amazónicos fueron la gran compañía, junto con el río y los atardeceres más hermosos del universo, con el vuelo cada tarde de las guacamayas en parejas, los tucanes o las manadas de loros que cada mañana pasaban delirando, era un éxtasis de celebración de un nuevo amanecer, en medio de aquél pasaje, allí estaba, silenciosa, esperando para compartir su espacio.

Dentro de ella, ahí estaban; guardados, con su lomo descubierto, esperando cada año por nuevos visitantes y soñadores: Aprender a aprender de Pablo Freire, Más allá del bien y del mal de Nietzsche, El fenómeno humano de Teilhard de Chardin, Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, toda la obra de la teología de la liberación de Leonardo Boff, la vida del Ché Guevara escrita por un italiano que olvidé su nombre pero no su libro, La revolución de la esperanza de Eric From, En Cuba y Homenaje a los indios americanos de Ernesto Cardenal, La última tentación de Nikos Kazantzakis, una antología de poesía latinoamericana, donde recuerdo un poema de Álvaro Mutis, Días y noches de amor y de guerra de Galeano y dos libros fundamentales: Vida y Obra de Jesús de Nazaret de José Luis Martín Descalzo y los Ejercicios espirituales de San Ignacio del Loyola, estos últimos, centrales durante el mes de silencio absoluto que hicimos en el marco de un mes ignaciano, en un viaje interior a la búsqueda de uno mismo.

Durante ese mes, cada noche se convertía en una dura reflexión sobre la vida, en ese mes del silencio, cada tarde me iba desnudo por un sendero, caminaba un kilometro o más, al caer la tarde, al pasar el sendero y un manantial, llegaba a un claro donde los venados pastaban, nunca me veían. Era el sol de los venados con venados.

IV

Un trabajo documental hecho por el cineasta Pablo de la Barra y el fotográfico Emilio Guzmán registraron la vida en un documental que muestra la vida de un día en Yarikajé, para intentar mostrar a la sociedad que existía ese tipo de proyectos alternativos, pero como es de pensar tuvo poco eco. Lo sigue teniendo.

Por razones del destino y las mudanzas apenas conservo el documental en formato VHS y dos fotografías. Quiero hablar de las imágenes. Dos fotografías como documento de la memoria. Una desde afuera, la otra desde adentro de la biblioteca[3].

La primera, tipo equipo de fútbol dominguero, fue tomada el último día de dicha visita, Emilio hizo la foto a manera de despedida. De pie: Champú, el ecologista de El Vigía que sigue peregrinando por el mundo la felicidad de ser vegetariano. Hernán, un Ye´kuana del alto Caura que ahora es activista político. Estoy yo, abrazado con Mervin, un llanero de Acarigua, luego Ramón, un visitante español, esos que se hacen llamar objetor de conciencia con el pretexto de viajar a países del tercer mundo. Al centro, con su aura única, José María Korta (en su cabeza Teilhard de Chardin, Pablo Freire y San Ingancio)[4], toda su vida al servicio del pobre, de los más marginados, un ejemplo de coherencia. Le sigue Wilmer, católico de Barquisimeto, era un santo, pero en realidad era el diablo (lo vi un día con El río de Cortázar). Pablo De la Barra, chileno exiliado, según él, conoció de niño a Neruda en Isla negra; en Paris, de grande, a Cortázar, de viejo al canon (esa tarde tuvo un accidente en el río y se fracturó dos costillas)[5]. Sentados: Cachicamo, un apureño recio, experto en dominar, amansar y seducir yeguas, búfalas y burras. Omar, otro llanero, alias “El padre”, ex monaguillo, dicen que fumaba marihuana a escondidas (se identificó con un libro especial en la biblioteca: La vida de Camilo Torres, a las semanas le decíamos el Padre Torres). Víctor, pemón de la Gran Sabana, católico capuchino, experto en recolectar frutos y convertir la palma de moriche en fibra, y finalmente los dos hijos de Pablo, en una suerte de safari amazónico (Pablito el mayor, deliraba con Sendas de Oku de Matsuo Basho, traducción de Octavio Paz).

La otra foto, más reveladora, nostálgica como toda imagen en blanco y negro. Es la biblioteca en plena actividad: revolucionaria, activa, útil, liberadora. Todos descalzos, sentados en los viejos pupitres, objetos que decoraban, que luego eran instrumentos musicales; un reloj para comprender la importancia de la puntualidad; un pizarrón para explicar las ideas; los libros para ingresar al conocimiento; la olla con cacao amazónico, a modo de auto servicio; la máquina de escribir y las cartas a los amigos lejanos, para trasladar poemas malos, inventarme una historia extraña que cada día se iba construyendo: dos jóvenes que cada noche reflexionaban sobre el Ser a los pies del tepuy Acurinagua (Montaña del ratón en piaroa), es un manuscrito desaparecido. Era un ejercicio de escritura durante los días del silencio.

Al centro de la churuata biblioteca, una planta fresca y verde, entremezclada con el palo central, ese que comunica con el cosmos; la churuata es un lugar de penetración a un mundo mítico, estamos ante una composición arquitectónica mística.

V

Meses después me despedía de la biblioteca de la selva, del gallinero y de aquel paisaje único, inexplorado e insuperable. Años después el fuego la consumiría, en un habitual incendio del verano; la polilla desintegró a la de Cacurí, en el alto Ventuari.

A finales de los noventa, me convertiría en uno de los pocos visitantes de la biblioteca de San Juan de Manapiare, silenciosa y vacía, parte de la red de bibliotecas públicas de Venezuela. En la biblioteca de la selva de Manapiare tenía entrada libre: “pase tranquilo” me decía la empleada y yo imaginándome en un supermercado de los libros prestados, escogía lo que quería. Hasta ahora recuerdo tres con firmeza, los demás no tengo recuerdo: la Biografía de Caribe de Germán Arciniegas, Montevideanos de Mario Benedetti y Sobre Héroes y Tumbas de Sábato.

De Manapiare viajaba río arriba o río abajo, ya no era un soñador que caminaba desnudo para ver el sol de los venados, los meses de Yarikajé habían quedado atrás, ahora era un voluntario que asesoraba cooperativas indígenas de artesanía y cacao, pero esa es otra compleja historia que no sé si la llegue a contar.[6]Veremos qué pasa.



[1] El texto contiene cinco pie de páginas, cada uno remite a otra biblioteca.

[2] Cuando recuerdo esto, siento que las novedades tecnológicas enceguecen y hemos olvidado que lo que cambió fue la velocidad de comunicación, desde esa tecnología.

[3] Reflexionamos a partir del recuerdo fijado en un documento, la fotografía es una imagen de la memoria, los libros la hacen competente, es la supra memoria, es su representación cultural.

[4] Un filósofo, un revolucionario de la educación y la fe a un Santo que representa a Dios, era un inadaptado religioso, dudaba, pero su fe era mayor a la duda. Quizá estos si sean los libros que afectaron mi vida. La biblioteca de la selva también tenía la posibilidad de ser laberíntica.

[5] Siempre supo que era una exageración lo de la noche de exilio en París; solo, llorando, sentado a la media noche en una acera de los campos de elíseos.

[6] Me acompañó otra máquina de escribir, y con la que fui construyendo otra historia, a la que llamé primero En Caño Santo y a la que luego le puse Ventuari-Manapiare, que es el encuentro de un geógrafo que debe verificar la demarcación de los territorios indígenas. Buscará a otra voluntaria que vive en Manapiare y quien le servirá de guía por el mes que durará el viaje. Es una historia de amor y no la labor de un agrimensor kafkiano. Son 97 páginas de esa máquina de escribir. Estoy transcribiéndola. Ah! lo de guerrillero a Korta fue por cariño.