3.1 Ensayo


¿A dónde van los intelectuales?
Where are intellectuals going?

Bravo Arteaga, Betulio.

Departamento de Literatura Hispanoamericana y Venezolana
Escuela de Letras, Facultad de Humanidades y Educación,
Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela.
bravarte@ula.ve

Recibido: 11-2-2008 / Revisado: 25-2-2008


Resumen
Desde la antigüedad se ha querido estudiar y ofrecer una imagen de la figura del intelectual y dar, según sus propios pensamientos e ideas. Hay quienes piensan que en la sociedad contemporánea los intelectuales habrán de dar paso a una suerte de intelligentsia mampuesta y acomodaticia que querrá conservar el tradicional apelativo de intelectual guardando solamente sus ritos y poses ceremoniales en medio de un saber extraviado en puras ideologías. Quizá, por ello, muchos se pregunten ¿a dónde van los intelectuales, cuándo termina por romperse el frágil equilibrio que los sostiene?

Palabras claves: Intelectual, sociedad, discurso.


Abstract
Since ancient times, the figure of the intellectual has been an object of study. Scholars have provided an image of the intellectual, according to his own thoughts and ideas. Some think that in the contemporary society, intellectuals will give way to a sort of adaptable, superposed intelligentsia, which will try to preserve the traditional name of intellectual, keeping only its rites and ceremonial poses amidst a knowledge that is lost in mere ideologies. Maybe that is why many people wonder where intellectuals are going, once the delicate balance which holds them is broken.

Keywords: intellectual, society, discourse.


Quiero decir que a la mayoría de los hombres le parece bien
creer una u otra cosa, y vivir de acuerdo a esa creencia sin
conocer las razones últimas que puede haber favor o en contra
de esas creencias, e incluso, sin tomarse el trabajo de buscar
esas razones.
F. Niezstche


La cuestión de los intelectuales es de vieja data. Ya advertía Platón acerca de la engañosa actuación de los sofistas en la sociedad griega. Aquellos hombres que se decían poseedores de un saber y maestros de retórica eran diestros para combinar el conocimiento con la persuasión. Nadie provocaba las sensaciones que esta suerte de prestidigitadores fueron capaces de despertar, ni darle tal verosimilitud a sus aseveraciones y enseñanzas. Protágoras, quien fue uno de los sofistas de mayor prestigio, llegaba incluso a afirmar que se podía llevar a las personas a convertir "en el argumento más fuerte el argumento más débil". Bajo su influjo, el lenguaje servía igual para afianzar las certezas del mundo como para conducir al hombre desprevenido por caminos sembrados de paradojas y contradicciones.

Más tarde, en los tiempos de la antigua Roma, hacia el siglo 1 A.C. y en víspera de la expansión imperial, las cosas habían cambiado en muchos aspectos, incluso hasta en el ejercicio de la retórica. Sin embargo, no faltaron las élites ilustradas que dotadas de una especial elocuencia causaban lo mismo, más sospecha que admiración entre la sociedad civil.

Sus invectivas provocaron en ocasiones la ira de connotados miembros del estamento político. Dicen que hasta el propio Cicerón, que no los veía con buenos ojos, nunca ocultó su curiosidad ante las lúcidas ocurrencias de Gayo Valerio Catulo, quien, como sus compañeros poetas, no medía las distancias entre el panegírico y la blasfemia. Aquellos recitadores de versos hirientes, autodenominados novísimos, sobresalieron entre la categoría de ciudadanos "raros", ya que destacaban por su erudición y también por su extravagancia. Exhibían la habilidad para jugar lo mismo con el vino que con las palabras. Multum vigilare lucernis era su lema favorito, que significa escudriñar largamente con linterna. Esto es, se proponían inquirir, en cada verso del poema, la vivacidad de la expresión y la variedad de las formas, haciendo de los juegos de lenguaje una oportunidad para interrogar las aparentemente sólidas estructuras del poder: Diletantes, bohemios, eran aquellos jóvenes que con su irreverente actuación, estaban lejos de moderar los sueños de grandeza de los dirigentes romanos y, no obstante, habían hecho palidecer su pulimentada imagen. Catulo hizo lo suyo con el aclamado Pompeyo. Para ello utilizó expresiones tales como Aleo, impudicus, vorax; léase "tramposo, sinvergüenza, glotón". Y, a su manera particular, el poeta veronés había querido inmortalizar al venerado César, confiriéndole el título de Sinistra liberalites, con el cual hacía referencia a lo que críticos del gobierno denominaron "la perversa prodigalidad del tirano". Catulo, Licinio Calvo, Helvio Cina, Valerio Catón y el resto de sus amigos de bohemia, contribuyeron a instituir un "modo de conducta" que no se distinguió precisamente por reclamar privilegios reservados a los grandes personajes. No mostraron interés alguno en acomodar su saber a fines estamentales o a una doctrina política de ocasión. Su poder radicaba precisamente en la crítica de los dignatarios y en la mordedura de sus consignas.
Pero, contrario a lo que se puede suponer, los sofistas griegos y los novísimos romanos no tuvieron necesidad de formar tienda aparte, lejos de su medio natural ni sometidos a cualquier tipo de dominio. El don del discurso de los primeros y la mordacidad de los segundos les ganaron agrias reacciones, pero nunca al grado de someterlos a la indiferencia o al martirio. Pese a sus excesivas libertades y sus ambiguas posiciones, la sociedad había aprendido a tolerar la particular exhibición de su saber.

El filósofo español Fernando Savater, ha dedicado varios de sus escritos al tema siempre vigente de los intelectuales. De su lectura salen a relucir los estudios que al respecto llevaron a cabo, por caminos separados y en distintos momentos, Julien Benda (1927) y María Zambrano (1994). En su libro Sin contemplaciones y en el suplemento especial de la revista mexicana Vuelta No. 216, ambos de 1994, Savater desarrolla la reflexión a partir de dos íconos en la historia de la vida intelectual europea: Séneca y Voltaire. El primero, en cuanto a su condición de "mediador" entre el conocimiento y la acción -lo cual constituye el planteo principal de María Zambrano-. Y el segundo, en vistas a su honda significación para la caracterización del intelectual moderno.

Julien Benda formula su tesis sobre el "hombre de estudio y elevación espiritual- a partir de un ideal que sintetiza bajo la denominación de Clercs, cuyo símbolo por excelencia sería Sócrates. Sostiene Benda que los Clercs representan una especie de clérigos laicos del saber. Es decir, se trata de seres superiores dotados de sabiduría, cuyo apartamiento de la vida mundana acrecienta la virtud que ya poseen. Los filósofos serían los primeros llamados a formar parte de éste círculo de consagrados.

Fernando Savater hace mención del escrito de Benda y aclara que el autor no se refería como algunos creían interpretar a los clérigos en el sentido habitual de la palabra ni tampoco a los intelectuales, tal como hoy lo entendemos. Sin embargo, reconoce la lucidez demostrada por Benda en cuanto a la demarcación social de esos seres especiales que aparecen tan separados del resto de los ciudadanos comunes y corrientes. Según este razonamiento, el sabio auténtico ha de convertirse en apóstata de la trascendencia, en heraldo y mártir de la justicia, "propugnador de algo mejor que la vida, más elevado y permanente". En su espacio reservado, no resonaría el escándalo del mundo ni puede haber desdicha más allá de la insatisfacción del pensamiento amenazado. Sólo por el martirio de la razón el sabio iría a la hoguera o aceptaría un sorbo de cicuta.

De seguidas, el filósofo español contrasta la visión idealizada de Julien Benda y el pragmatismo maquiavélico de Leo Strauss y Alexandre Kojéve. Señala que éstos últimos salieron en defensa del papel del sabio como consejero de príncipes, convencidos de que con ello aliviaban las cargas del soberano en el ejercicio del poder y pondrían sus conocimientos al servicio de la sociedad. Pero Savater busca posiciones intermedias y acude a María Zambrano a través del libro que la autora ha dedicado a Séneca (1944).
Zambrano sostiene que el filósofo cordobés es ante todo un "mediador", y esa función mediadora que le define -"mediación entre la vida y el pensamiento" - es el signo de su grandeza. Para Séneca, el "saber" no estaría reñido con la "vida humilde y menesterosa".

Agrega la autora que bajo el conocimiento siempre hay algo, "un deseo, una necesidad, un amor, una voluntad" y esto constituye el sustrato del intelecto que contribuye a moderar la elevación del espíritu, provocando en él una tremenda avidez "que lo devora, que lo empuja sin dejarle sosiego alguno". Esa avidez pone al sabio a la defensiva, provoca que el pensador deje por momentos su refugio y ponga la abstracción muy cerca de los problemas acuciantes del momento.

Después de todo, el papel mediador del sabio lo ha hecho vulnerable a los vaivenes del mundo, sometiéndolo, sin embargo, a los caprichos de la vida y poniéndolo a merced del poder como le ha ocurrido a Séneca. He ahí su destino trágico: la voluntad removió al sabio de su quietud, él ya no es ni un sabio puro, porque acortó la distancia que lo separaba de los demás y descree del dogma de lo eterno. Tampoco se puede igualar al hombre de la calle, puesto que aquel "sólo es capaz de la queja y del furor" y se ha transformado en "una criatura perezosa y ama la claridad que le dan hecha más que aquella otra que tiene que ir a buscar". Ahora, en su función mediadora, está obligado a intervenir en los litigios, comparecer ante las relatividades de lo real; pero debe hacerlo sólo con una parte de la verdad, a sabiendas de que "la razón entera, la entera verdad ya no son de este mundo".

Séneca pertenece a una rara especie de hombres que no les basta con seguir la ley natural de la razón en busca de la sabiduría, -en el sentido que le habían dado los griegos-; en él priva el convencimiento de que, bajo el principio de la razón y la libertad, hasta el hombre más renuente adquiere los hábitos de una criatura piadosa. El filósofo cordobés es un "mediador" en el sentido de que se dirige al mundo para moldearlo a partir de valores humanos universales, construyendo un puente entre el saber que tiende a su alejamiento y el deseo que se confunde con el ámbito donde la vida es asumida como circunstancia. Por todo ello, María Zambrano ve en Séneca el fin del sabio tradicional y la prefiguración del intelectual moderno.

Ahora bien, si Séneca representa una suerte de transición, Voltaire constituye la realización, conscientemente asumida, del pensador en la cultura de occidente. Fernando Savater, en otro de sus trabajos, rinde homenaje al filósofo del siglo XVIII, destacando su figura de hombre ilustrado hecho para la polémica. Voltaire viene a simbolizar, no el pensador del desasosiego y del destino hombre optimista que encuentra en la filosofía la unión del trágico, como lo fue Séneca en su momento, sino el hombre optimista que vendría a ser el producto, más que de la inspiración solitaria de Voltaire, de las ansias de transformación que ha impregnado la época. Por ello no ha de extrañar que en los hombres como Voltaire sea posible percibir “algo del agitador político, bastante del profeta y no poco de director espiritual”.
Este optimismo militante que Savater describe con tanto detalle para la revista Vuelta, significaba una liberación del escepticismo que en el pasado invadió las mentes de hombres de ciencia como Blaise Pascal. Sucede, que mientras Voltaire proclamaba el advenimiento de un auténtico poder del convencimiento, pese a las imperfecciones de la condición humana; Pascal, en cambio , no había visto en ello sino un paliativo , un pequeño logro, frente al poderoso enemigo que esconde el alma de los hombres. Según sus propias palabras, "no somos más que mentira, duplicidad, contradicción, y nos ocultamos y disfrazamos ante nosotros mismos".
Agrega Savater, que el filósofo francés había instituido un nuevo tipo de hombre de letras, el cual devenía en poseedor de un auténtico poder, "un poder benéfico y curativo que puede aliviamos del poder despótico de los gobernantes y del poder oscurantista de los clérigos". Ese carácter, Voltaire lo dejará plasmado en la enciclopedia que Diderot y D' Alembert dirigieron con tanto esmero. Le correspondió a él redactar la sección que la enciclopedia dedica a les gens de lettres, concepto que pretende reunir al filósofo, al físico, al poeta y al gramático. Múltiples oficios perfectamente reunidos en el ideal del filósofo ilustrado de la época. Voltaire exhibía, quizá de una manera más espectacular que sus compañeros enciclopedistas, la fuerza regeneradora del saber que se proponía derribar viejos paradigmas. Y para tener éxito en la empresa era preciso llevar los libros a la calle, convertir el conocimiento en bandera del despertar a la modernidad. En este sentido, el hombre de letras adquiría la responsabilidad de participar, en su calidad de librepensador, en la edificación de la cultura, el fortalecimiento de la sociedad civil y la defensa del derecho a la conciencia y a la razón. De modo que su labor no se limitaba a compartir su saber; se empeñaría, además, en "hacer a cada cual consciente de su independencia intelectual". Los hombres ilustrados como Voltaire, confiaban en que el ciudadano, habiendo asimilado los conocimientos y el poder que le otorga su conciencia, se sintiera capaz de hacerle frente a las continuas trampas que con demasiada frecuencia tiende la realidad a las personas ignorantes y desprevenidas. En definitiva, la obra maestra de Voltaire habría sido -y en esto insiste Savater -, la invención del intelectual moderno.

En efecto, la época de la Ilustración parecía haber llevado a un grado superlativo la lucha de la "razón ordenadora" que pugnaba por otorgar un nuevo lugar al sujeto en la historia y en la cultura; en oposición a lo que Nicolás Casullo (1989) llama "la insondable racionalidad divina". Con la modernidad, el hombre se levanta sobre los atavismos de la moral y la religión, para "refundar valores, saberes y certezas" y abrirle paso a la crítica y a la utopía. He allí el optimismo que se desborda en Voltaire y que se ha puesto de manifiesto entre las elites ilustradas, las cuales actuaban con el convencimiento de que pesaba sobre sí, en gran parte, la responsabilidad de edificar la sociedad del progreso.
Aunque los filósofos se habían granjeado con sus intervenciones un prestigio extraordinario en relación con la influencia ejercida por otros sectores cultos, el fenómeno social, suscitado durante el siglo XVIII, ya ha generado un nuevo protagonismo de parte de artistas y escritores en la conformación de la vida intelectual de nuevo cuño. Éstos han pasado del reconocimiento, ganado por su dominio de la técnica, al legítimo reclamo acerca de la valoración de su genialidad. Disputan a los sabios la posesión de la conciencia y ponen a circular su renovada visión acerca de la facultad de conocer, la cual se fundamentaría en el libre ejercicio de la subjetividad en tanto percepción del mundo sensible más allá del afán ordenador de la razón. Todo ello ha venido provocando una nueva conformación de lo que Pierre Bourdieu (1997) ha llamado el campo intelectual, concepto que describe el ámbito más o menos autónomo de los "envites materiales o simbólicos" donde el intelectual se desenvuelve y "ejerce un cierto poder, distinto pero en buena medida vinculado al juego de fuerzas que se confrontan en la sociedad". El turbulento siglo XIX debe parte de su agitación a la nueva configuración del campo intelectual y ésta, a su vez, le adeuda a la revolución romántica que se inicia en Alemania y encuentra su punto desencadenante en Francia. Dicho frenesí pasó también a Hispanoamérica, donde la nueva sensibilidad se convertiría en el acicate de la empresa "civilizadora" que los intelectuales habían hecho suya a partir de la guerra emancipadora. Al calor de su compromiso edificante, los intelectuales hispanoamericanos conformaron el campo que le es propio en las fronteras difusas del ámbito político.
No obstante, la intervención de los hombres de letras no tomaría proporciones de un escándalo sino hasta las postrimerías del siglo XIX, a partir de lo que se conoció como el affaire Dreyfus. En esa oportunidad, hacia 1898, un pequeño pero decidido grupo de intelectuales secundaron al escritor Émile Zola en su denuncia pública acerca de la injusticia que el estamento militar francés había cometido con el capitán de origen judío, Alfred Dreyfus, quien fue impuesto de los cargos por espionaje y enviado como reo a la lejana y temible Isla del Diablo. La carta pública "Yo acuso", dirigida a las autoridades por Zola, ganó las adhesiones de André Gide, Marcel Proust y otros intelectuales de prestigio. Logrando dividir la opinión nacional en torno al caso y alcanzando un notable éxito en cuanto a sus reclamos a una sociedad que daba muestras de intolerancia religiosa, manipulación política e irrespeto de la libertad como sagrado derecho de los ciudadanos.
Nunca antes la intelectualidad francesa como sector social y de forma tan directa, había ejercido tal influencia en la opinión pública, involucrándose en una lucha que congeniaba un suceso político cotidiano con la defensa de valores humanos universales.
Este acontecimiento puso en evidencia la relación de complementariedad o de confrontación del intelectual con la política y revitalizó la polémica acerca de su responsabilidad social.
Avanzado el siglo XX, dicha polémica se actualizará con la entrada en la escena política de Antonio Gramsci en Italia, la aparición de la Intelligentsia rusa y las aportaciones de Jean-Paul Sartre en Francia acerca de la moral revolucionaria del intelectual. Hacia la tercera década, Antonio Gramsci, de clara formación marxista, realizó una de las más lúcidas interpretaciones sociológicas acerca de las relaciones del grupo o capas de los intelectuales con las fuerzas presentes en la sociedad. Gramsci desvelaba con ello, los factores económicos y sociales que condicionan la actuación individual de los intelectuales, delimitando su ámbito y sus alcances, según la función que éstos desempeñan en cada sociedad y en cada época. A partir de la reflexión teórica del filósofo italiano, la relación del intelectual con la política había adquirido las dimensiones de un destino inexorable.
En el mismo orden de ideas, durante los años 40, ciertas élites intelectuales rusas comenzaron a utilizar el término que por vía de los franceses nos ha llegado con la expresión escrita: Intelligentsia. Así se autodenominaban escritores y doctrinarios, caracterizados por su crítica radical -tanto moral como política- del orden establecido.
Muchos de ellos, perseguidos o desterrados hasta convertirse en ilustrados disidentes. Esta intelligensia defendía el convencimiento acerca de su misión para con la sociedad: la de esclarecerla, guiarla y reformarla. De esta manera estaban asimilando para el ámbito intelectual conceptos y actuaciones que vinculaba directamente a este sector con ciertas vanguardias políticas, puestas de moda por las revoluciones triunfantes del siglo XX.

Entre otros, Gabriel Said se ha preocupado por establecer deslindes entre los intelectuales y la intelligentsia. Por ejemplo, señala Said que mientras los primeros constituyen un conjunto heterogéneo de personalidades que pretenden fungir como profetas civiles, se dedican a la crítica y pasan de los libros al renombre; la intelligentsia, en cambio conforma un estamento bien definido que se propone representar las aspiraciones del pueblo, sueñan con ascensos dentro de la burocracia y finalmente, del mundo académico pasan al poder, con los nombramientos y condecoraciones que éste ha reservado para ellos. Se puede ver, en el escritor mexicano, su interés en conservar un ámbito de auténtica autonomía para el campo intelectual, incluso de su tentación más cercana que es la militancia política.
Por otra parte, casi todos los movimientos de izquierda política de los años 60 y 70 de Europa y América, se han apoyado en las ideas de Sartre para abordar el tema de los intelectuales, su papel y compromiso con la realidad política inmediata. Sartre mismo encarna lo que Bourdieu ha denominado la figura del intelectual total: pensador, escritor, metafísico, y artista, "que compromete en las luchas políticas de su tiempo todas esas autoridades y esas competencias reunidas en su persona". Se impone pues, la tesis del "compromiso del intelectual", el cual se encuentra en la obligación de "pensar todos los aspectos de la existencia", sin que por ningún motivo las urgencias de la vida política queden relegadas a segundo plano.
Como se puede ver, el término intelectual es relativamente nuevo pero la discusión sobre el concepto que el término engloba se ha mantenido en las diferentes épocas desde los tiempos de Platón. Y pese a los diversos intentos por aclarar sus contornos, el concepto se toma cada vez más impreciso, por lo que ha sido objeto de interpretaciones estereotipadas, las cuales se balancean entre posiciones extremas: unas, maximizando su poder en la sociedad; y otras, reduciendo su papel al rito consagratorio de un discurso sin audiencia. Al respecto, André Glucksmann (1997) sostiene que, de acuerdo a ciertas circunstancias marcadas por posiciones extremas, el intelectual se estaría debatiendo entre "la vanidad de un conocimiento impotente y la ceguera de una acción sin concepto". En 1981, Gabriel García Márquez, quien nunca ha sido amigo de estereotipos, declaraba a la prensa que su prejuicio con los intelectuales es que éstos se hacen de "un esquema mental preconcebido y tratan de meter dentro de él, aunque sea a la fuerza, la realidad en que viven".

Los sustantivos Intelecto, inteligencia y las adjetivaciones que se derivan de ello, parecen tener una larga historia. Quizá una breve indagatoria en el campo etimológico ayude a realizar algunas precisiones al respecto. Se dice, por ejemplo que intelectual viene del verbo latino intelligere, el cual remite entre otros significados a: escoger, recoger, discernir, alcanzar, comprender, concebir. El equivalente griego se abre sobre logos, y es sabido que el término, antes de significar lenguaje (palabra, marca), señala la reunión en sí de aquello que está disperso, en tanto que debe permanecer disperso. Según Maurice Blanchot (1996), esto hace referencia a la respiración del espíritu, es decir al doble movimiento de dispersión y reunión, que "no se unifica, pero que la inteligencia tiende a estabilizar para evitar el vértigo de una profundización incesante". Por otra parte, a muchos le ha sorprendido el hecho de que el término latino lego, debido quizá a sus vínculos con los usos del griego logos, adquirió múltiples significados, aparentemente dispares, que congregan en un solo campo semántico: soplo del alma, espíritu, fuerza vital, corazón, sentimiento voluntad y deseo. Tal vez María Zambrano ponía en consideración este hecho cuando quiso aproximar la voluntad al saber, mediante lo cual el soplo de la vida, se confundiría en algún momento con el deseo; es decir, el espíritu descubriendo sus íntimos vínculos con la "avidez que devora al hombre".

Después de todo, no es posible limitar al sustantivo intelectual aquello que abriga, por antonomasia, la posesión exclusiva de la facultad de entendimiento. Aquí aparece en nuestro auxilio Gabriel Said (1990). El escritor mexicano, a sabiendas de que los intelectuales han sido vistos bajo la imagen de la inteligencia pública de la sociedad civil, sostiene que éstos "no son especialmente inteligentes ni se distinguen por su inteligencia", y enumera a continuación aquellos atributos que permiten su reconocimiento en el seno de la sociedad, constituyendo en fin de cuentas su capital más preciado: "creación de experiencias especulativas, prácticas teóricas, ejercicios espirituales, donde la sociedad se percibe a sí misma como pensante, crítica, imaginativa, en movimiento". Todo ello se podría resumir en lo que Carlos Altamirano (2002) denomina producción y administración de bienes simbólicos y en aquello que Ángel Rama pone en consideración cuando se refiere a la laicización de la cultura (1984).

La polémica acerca de la figura del intelectual se ha mantenido, no solamente en relación con otros ámbitos sociales; también en su seno, se producen repetidos intentos por desentrañar confusiones y liquidar mitos que se han suscitado a lo largo de los años en el campo intelectual propiamente dicho. Edgar Morin, desde el ámbito de la ciencia, se ha interesado en la vieja confrontación entre científicos y humanistas. En primer término, realiza precisiones acerca de lo distintivo de la ciencia en el contexto general del saber. Señala que lo que diferencia el conocimiento científico de otros campos es fundamentalmente "el modo de aplicación al campo empírico y la manera hipotético verificadora de desarrollarse"; lo cual no le otorga, por sí mismo, el derecho a los hombres de ciencia, el derecho a reclamar la exclusividad del rigor en la investigación, la lógica de análisis y la construcción de auténticas y sistemáticas bases para el edificio que levanta el conocimiento. Se ha fomentado la falsa creencia que las ciencias humanas -entre las que se han de contar la literatura y el arte, pese a sus particularidades-, desfallecen en sus pretensiones racionales, castigan el rigor y sustituyen la lógica por chispazos de imaginación y vuelos especulativos. En este sentido, Morin sale en defensa de los literatos (aludidos directamente por esta crítica), aduciendo que éstos perciben y analizan "perspicazmente, lo que es vago, embrollado, invisible a la mirada de los demás" (1984). Se puede inducir de sus razonamientos que, a su juicio, el diletantismo característico de los literatos, y las sutilezas que sus estudios incorporan, no justifican los ataques de parte de las llamadas ciencias duras.

De otro lado, la visión prejuiciada acerca de la ciencias, las excesivas libertades de algunos poetas son equivalentes, en el otro extremo, al pensamiento "disyuntivo, reductor, unidimensional y mutilante" que exhiben ciertos grupos de científicos duros, que se observa en unos cuantos humanistas, no permiten percibir con claridad que la ciencia auténtica siempre se encuentra en movimiento, se observa a sí misma, confronta sus propias contradicciones, evita enmascarar sus propias insuficiencias en la búsqueda de nuevas verdades, se abre al pluralismo teórico (ideológico) y comprende que los grandes hallazgos también han tenido lugar en medio de la desviación y bajo el frágil equilibrio de los excesos.
Es posible observar que en los tiempos postmodernos -como han dado a llamar a nuestra época-, la conformación del campo intelectual se ha ampliado con las nuevas especialidades surgida de la división del trabajo, y ha sido precisamente la especialización una de las responsables de la desconfiguración del campo, en momentos críticos de su desarrollo como sector de la sociedad; sometido como está, a diversas presiones de otros sectores sociales y políticos. La especialización, como ha ocurrido en otras esferas de la vida, tiende a borrar los grandes y abarcadores principios de los que hablaba Julien Benda, haciendo perder la razón de ser de este sector de la sociedad. Esos principios han sido, entre otros: búsqueda del conocimiento, defensa de un ámbito autónomo para el pensamiento y la creación, y preservación de la libertad en cuanto derecho humano fundamental.

Con la especialización y la preocupación de la enseñanza por la profesionalización, el campo intelectual se ha hecho cada vez más vulnerable. Así lo ha señalado en repetidas ocasiones Jean-Francois Lyotard. Pareciera que la indetenible profesionalización de nuestras sociedades ha dejado de lado el sueño de Voltaire en cuanto a la necesidad de formar ciudadanos ilustrados y corre aceleradamente hacia la capacitación de profesionales más perfomativos, cuyas preocupaciones, por lo general, son eminentemente prácticas, momentáneas y acomodaticias. Los auténticos intelectuales, como ha señalado Edgard Said (1996) no olvidan que pese a su encarnadura social, ellos no son otra cosa que personajes simbólicos, "marcados por su inexorable distanciamiento de las preocupaciones prácticas", en permanente oposición al status quo. El intelectual está llamado a plantear públicamente "cuestiones embarazosas, contrastar ortodoxia y dogma y suscitar, hasta donde le sea dado, perplejidades en sus escuchas o lectores”. Michel Foucault (1980) resumía el papel del intelectual en dos palabras: conciencia y elocuencia. Es decir, el intelectual sabe cómo usar el lenguaje, sabe cuidarse de las apariencias engañosas del discurso y aprovechar las contradicciones que el mismo lenguaje desvela, para aproximarse con ello a la complejidad de la vida. Está lejos de él -así lo afirma Foucault- la pretensión de decir la verdad que no ha sido dicha; pues, la verdad es fugitiva e inaprensible para aquellos que dejaron de ser sabios. Pero el intelectual quiere ser honesto en su verdad: luchar contra todas las formas de poder, incluso consigo mismo, cuando acuda la vanidad que persigue toda voluntad de conocer.

Dadas, pues, las disímiles apreciaciones acerca de tal figura, a nadie puede asombrar que el intelectual haya sido revestido de una ambigüedad conceptual y práctica. Pasa con éste lo que aquellos términos, que a fuerza de definirlos, en vez de quedar delineados, según un perfil determinado, dibujan por el contrario, borrosos contornos y formas paradojales. Su naturaleza parece debatirse entre la concreción de su "organicidad" en las relaciones sociales dominantes y la inestabilidad de su "configuración ideológica". El intelectual se constituye entonces, en una especie de ser mutante que pretende resolver el sentido de su existencia contradictoria mediante el continuo balanceo entre una forma y otra. Así, puede presentarse igualmente como maestro y elocuente persuasivo, sabio y agente de acción, hombre de letras y político, académico experto y pensador comprometido con su circunstancia histórica, ser de la trascendencia y centro de las pasiones humanas, civilizador y crítico del orden establecido.

La figura del clercs en Benda, de mediador en Maria Zambrano, de conciencia critica en Foucault y de acción militante en Sartre; hablan de esas mutaciones que sólo tienen en común “la posesión de un saber” y “el ejercicio de la libertad”, pero la combinación de ambos términos puede implicar serios problemas éticos y no pocos dilemas existenciales; más aún si ponemos a consideración el hecho que la supervivencia del “campo intelectual”, parece estar sujeta al relativo éxito de este encuentro entre conocimiento y libre albedrío; lo cual se pone a prueba en su ejercicio como forjador de opinión pública y al mayor o menor grado, en su oficio de escritor. Pero siempre estará latente la amenaza de su desaparición de los escenarios.

Hay quienes piensan, incluso, que en la sociedad contemporánea los intelectuales habrán de dar paso a una suerte de intelligensia mampuesta y acomodaticia que querrá conservar el tradicional apelativo de intelectual, guardando solamente sus ritos y poses ceremoniales en medio de un saber extraviado en puras ideologías. Quizá, por ello, muchos se pregunten ¿A dónde van los intelectuales cuándo terminan por romperse el frágil equilibrio que los sostiene? ¿Qué será del prestigio ganado en buena lid, cuando su obra corre el riesgo al elogio circunstancial? ¿Adónde van aquellos que olvidan sus extrañezas en una sociedad que los acoge con desdén?

Todo esto nos lleva a insistir, junto a Ferry Luc y Alain Renault, que la noción de intelectual es una “cuestión de luchas”, en la que nada permite fijar a priori y con precisión las reglas. En definitiva, “uno siempre es el intelectual de alguien y siempre encuentra a alguien más intelectual que uno”

2001